Filo-sofía: cuando ni los propios filósofos saben a qué se dedican

Pateur y Joseph Meistre, primer humano vacunado. Grabado de Albert Edelfelt

En cierto modo, este artículo va a suponer una corrección, o al menos una matización, de lo que he defendido al respecto en otros textos similares.

Existe un acuerdo común en que la palabra “filosofía” significa algo así como “amor a la sabiduría”. Es una formulación casi bucólica que invita a pensar en la figura del filósofo como un personaje romántico, idealista; como un ensoñador incontrolado y, sobre todo, muy alejado de la realidad. Es verdad que no todas las personas que se dedican a esta materia, por fortuna, son así. Pero el propio planteamiento de la asignatura en los planes de estudio de secundaria y bachillerato (ahora que todavía no ha desaparecido completamente del bachillerato) la presentan de esa forma.

Esta formulación no carece de fundamentos. De hecho, nombra lo que para Sócrates era la labor fundamental del filósofo: la capacidad de guardar silencio ante las disputas sofísticas; la arrogancia sublime de aquel que se permite el lujo de no-saber.

El ignorante, el “idiota”, es el primer filósofo. Y eso, entendido como hay que entenderlo, en realidad es algo que no puede dejar de ser así. La filosofía debe ser capaz de abstraerse de las exigencias confusas de lo cotidiano. Todo filósofo tiene la obligación moral de precaver y precaverse ante la pretensión vanidosa de “saber”. El filósofo solamente “sabe” que no-sabe. Y ello se traduce en un posicionamiento muy característico, que confronta al filósofo contra todo tipo de creencias y lugares comunes; un posicionamiento que tiene poco de neutral. Pues el filósofo desconfía de lo que para los demás es evidente, hasta el punto de que convierte esa misma evidencia en el momento que da inicio a su reflexión.

El problema de esta formulación es que, a partir de ella, la filosofía acaba por definirse solamente como correlato de lo que no alcanza: filo- se convierte en una especie de prefijo de negación. El amor a la sabiduría significaría que la sabiduría es algo que no se posee. Y el filósofo no es entonces el que sabe, sino más bien el que ignora. Así lo formuló Platón. Igual que no se tiene como propiedad al ser amado, no se puede uno apropiar tampoco de su objeto de estudio. Y esta visión, al margen de la presentación idealizada (y por lo mismo idealista) que hace de la materia (y del propio amor que toma como ejemplo), desvía el acento del concepto de sofía, que al final es el que de verdad quiere mencionar algo de su objeto de estudio. De este modo, la filosofía se convierte en algo así como un saber generalísimo que se puede aplicar a cualquier cosa. La filosofía no se definiría por un objeto específico, sino por su manera, un tanto timorata, de aproximarse a la realidad.

Con estas premisas, la verdad es que no debería extrañarnos la obsesiva insistencia que tienen nuestros alumnos por remarcarnos que la filosofía, por más que nos empeñemos en darle una presentación muy decorosa, no les parece que pueda valer para nada. Pues, la verdad, me resulta difícil no darles la razón, cuando yo mismo me descubro utilizando frases como: “Si algo vale para todo, entonces no vale para nada”; con las que trato de reconvenirles contra el vicio de reproducir datos generalísimos en sus redacciones: cosas como decir que Platón era griego, o Descartes, racionalista, o cualquier otra información superflua que no demuestra conocimiento sino, más bien, falta de interés.

¿Y les queremos decir que la filosofía es un tipo de saber tan extraordinario que –esa sí– vale para todo? Entonces, dejemos de batallar con sus objeciones. La filosofía, efectivamente, no vale para nada. Esto lo podemos presentar con toda la retórica que cada uno quiera darle. Pero asumamos que, en el fondo, nuestra materia no es otra cosa que flatus vocis, golpes de viento, palabras vacías.

Peor aún: palabras elusivas; justificaciones retóricas de una práctica aparentemente superior, por no sé sabe qué valores –eternos, inmutables– respecto a los que el filósofo no hace otra cosa más que pontificar. Al final, de lo único que se habla en las clases de filosofía es de lo importante que es la propia filosofía. Tanto se lo repiten los filósofos a sí mismos, que terminan por convencerse de que es así…

Pues seamos sinceros: decir que la filosofía es amor a la sabiduría es algo que no se puede entender sino como una formulación propagandística. Ni el filósofo es un personaje especial, ni su materia es un ámbito de estudio originalísimo. ¿No estará el problema, más bien, en que no hemos sabido explicar qué es lo verdaderamente valioso de nuestra disciplina? ¿Qué es lo que la hace realmente única e imprescindible? Y aquí viene nuestra tesis: que lo que tiene de distinto la filosofía es lo mismo que distingue –o debiera distinguir– al resto de saberes. Y esta cosa no es otra que su objeto de estudio.

Ensayemos por lo tanto con la especulación ante otras disciplinas; especialmente aquellas cuyo nombre nos pueda recordar al de la nuestra. A bote pronto solo me viene a las mientes la palabra “filología”. Pero hete que el filólogo no es precisamente aquel “que ama las palabras”, al menos no en el sentido de que se ponga a sí mismo, con respecto a ellas, en la situación sacrificial en que se pone el filósofo. De ser esto así, el único filólogo que habría existido en la historia habría sido Wittgenstein, que tras señalar cómo entendía él que funcionaba el lenguaje, nos mandó a todos a callar.

De hecho, cualquier filólogo con dos dedos de frente se partiría de la risa si alguien le presentara esta formulación idealizada del amor (amor platónico, con todo el sentido de la palabra) para explicarle en qué consiste su trabajo. Lo que no significa, evidentemente, que el filólogo no ame lo que hace. Y resulta que lo que hace, se hace con palabras. De hecho, el significado que el filólogo le da a su quehacer es bien otro: filólogo es, para él, aquel que se ocupa de las palabras, aquel que siente por ellas una auténtica devoción, sí, pero no porque le despierten una especial admiración, sino porque son el objeto de su práctica, de su dedicación, de su esfuerzo.

Pues bien, ¿qué motivo hay, que no sea meramente propagandístico, para trasladar este significado a la palabra “filosofía”? Filosofía, no “amor por la sabiduría”, que no deja de ser una metáfora, sino “ocupación”: aquella materia que se ocupa de un objeto especial, que es el que la constituye como disciplina específica entre el resto de las disciplinas. La sofía no es objeto de veneración y de amor; la sofía es “saber” en tanto que objeto de nuestro saber. Filósofo es aquel que se ocupa del saber.

Parece banal, pero de repente, de ser una disciplina pacata, sin un objeto de estudio definido; de ser una práctica generalista y abstracta, que tiene que justificarse constantemente –no porque le falte utilidad (si ese fuera el problema…), sino porque no se ve de ella que sea otra cosa más que un entramado neurótico de fantasías–; pasa de esto, decimos, a tener un objeto preciso, un objeto que la define, un objeto que no comparte, ni puede compartir, con ninguna otra disciplina. Y ese objeto preciso es la sabiduría, el saber. Si alguien quiere saber algo acerca del “saber”, entonces tiene que estudiar filosofía. Pretender abordar este objeto de estudio desde cualquier otro lugar resultaría absurdo; por no decir, mejor, inútil.

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